CíTRICA


       La determinación del carácter brota de asuntos que parecen meramente fortuitos. Así, un gesto deviene arquetípico en virtud de su ser-huella, plasma. La superficie entonces constituye las ilimitadas posibilidades de hacerse a sí. Formarse, re-crearse, a fuerza de re-petición. Pues la expresión se recrea y se repite, ya que vuelve a hacerse y vuelve a pedirse. Y la certeza del trazo es absoluta. Contundente, creadora de mundos, aquello único dotado de dignidad para la consecución de sus aspiraciones. Es entonces que lo fortuito ha sido, desde su origen, certeza de algo que no se sabía. Certeza de sí. Creadora de sí. Es la mano que se dibuja a sí misma. Es el pensamiento que se piensa a sí. Mejor dicho: es la mente que se crea. Se desdobla en su propio eje, sobre su propio eje. El furor de  recorrer, nuevamente por primera vez, la superficie infitamente transitada. Un lenguaje que se sabe sin hablarse: este se realiza cuando debe hacerse, sin preámbulos, sin ensayos.
       La principal preocupación cuando la línea nace consiste en precisar sus límites. Y la medida no es, en modo alguno, asunto que deba ejercerse: se ejecuta. El lance del trazo no puede ser ensayado a fuerza de perder la vida en el intento. Perderla, y no derramarla. Pues derramar vida consiste en dejar que la sangre fluya y se desborde del corazón mismo, mientras que perderla significa no respetar el límite, no responder ante él. La responsabilidad del artista, del hacedor es, pues, domar la superficie como jinete al caballo. Marcar el siguiente paso, dominio: saber qué sigue. No se trata de un adivino, ni de un profeta: es la dirección que mantiene el hablante, articulando las palabras sin pensar totalmente cada una de ellas, solo haciéndolo. Es esto un decir cuando “la palabra te piensa”. Así, Uriel Marín permite al trazo que nace ahí mismo, en la superficie dotada, domada, receptora de forma, esperando ser, devenir figura. Sea en el furor de esa línea que recuerda a Hokussai, los trazos juguetones y un tanto oníricos de sus cítricos o sus imágenes de mundo medieval, la solución al misterio de la imagen halla su cauce en el siguiente paso. Pues la imagen es, por principio, un misterio. Y el misterio se devela en el acto del augur: es esto hacer imagen. La imagen es en su idea; la imagen es en su realización, en su realidad. Tendremos pues, que estar de acuerdo con Hegel: “todo lo real es ideal; todo lo ideal es real”. La existencia de la imagen quiere entonces ser una existencia independiente. Nada más lejano: el lenguaje icónico, la imaginería transita la superficie, cobra vida, como arrancada de su paraíso para estamparse definitivamente al lugar que le pertenece. Es esta la labor del artista. No del pintor. No del hacedor de gráfica. No del productor de instalaciones. Estamos hablando, pues, de un artista de todas las épocas, aquel cuyo deber consiste en romper el tiempo, agotar los espacios sin que estos concluyan jamás. Más bien aquel que no tiene un espacio vacío. Todo espacio está domeñado, todo espacio tiene el lugar que le pertenece, lugar en trazo, lugar en color, lugar en línea y figura. Uriel Marín se conoce con sus ideas realizadas, con sus realizaciones idealizadas.

Edgar Leal